Lectura silenciosa vs. lectura en voz alta.


Aunque leer y escribir nos resulten actos casi naturales, no siempre se leyó ni se escribió de la misma manera. Hoy estamos acostumbrados a lecturas rápidas, superficiales y cortas: leemos una gran variedad de escritos ―mails, sms, comentarios en las redes sociales― y sin embargo la calidad de nuestras lecturas decrece día a día.
Leer en silencio es una práctica relativamente moderna. Y digo relativamente porque podemos rastrear sus orígenes en los silenciosos monasterios medievales. Hasta ese momento lo habitual era la lectura en voz alta: los textos se escribían para ser recitados.
Durante la Antigüedad los límites entre la cultura oral y la cultura escrita eran bastante más difusos de lo que se piensa. En sociedades en las que el grado de alfabetización no superaba al diez por ciento de la población, la manera de acceder a un texto era como oyentes y no cómo lectores. Por lo general, la lectura se encomendaba a un miembro de la comunidad entrenado en este prodigioso arte. Arte que por cierto, no era para nada fácil ya que
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tal y cómo se acaba de ejemplificar. A este tipo de escritura se la conoce como scriptio continua. A ella debieron enfrentarse quienes tenían a su cargo la lectura de la Biblia durante las misas de los primeros siglos del cristianismo. Más tarde
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SEPARARSE.MEDIANTE.PUNTOS.
lo cual ayudó notablemente a los lectores en su tarea. Finalmente, con el auge de la vida monacal, la lectura tendió cada vez más a ser una actividad introspectiva. Ante el deber de guardar silencio, los monjes se veían impedidos de leer en voz alta. Además, las tareas que realizaban en los scriptoria tendían a ser desempeñadas en solitario, por lo que ―ante la ausencia de un público― la lectura para otros dejaba de tener sentido. Fue así como surgió paulatinamente un nuevo modo de leer, a mitad de camino entre la lectura en voz alta y la lectura silenciosa: la ruminatio. Esta técnica consistía en ir “rumiando” o “masticando” el texto, es decir en susurrarlo suavemente mientras con el dedo se seguían las palabras en el texto.
En sus Confesiones, San Agustín nos relata la vez en que sorprendió a su maestro San Ambrosio en medio de una lectura silenciosa. Recordemos una vez más, que para el siglo IV dicha práctica no era corriente entre los miembros de la comunidad de lectores:
“Pero cuando leía, llevaba los ojos por los renglones y planas, percibiendo su alma el sentido e inteligencia de las cosas que leía para sí, de modo que ni movía los labios ni su lengua pronunciaba una palabra.
Muchas veces me hallaba yo presente a su lección, pues a ninguno se le prohibía entrar, ni había costumbre en su casa de entrarle recado para avisarle de quién venía; y siempre le vi leer silenciosamente y como decimos, para sí, nunca de otro modo. (…) También juzgaba yo que el leer de aquel modo sería acaso para no verse en la precisión de detenerse a explicar a los que estaban presentes, y le oirían atentos y suspensos de sus palabras, los pasajes que hubiese más oscuros y dificultosos en lo que iba leyendo: o por no distraerse en disputar de otras cuestiones más intrincadas, y gastando el tiempo en esto repetidas veces, probarse de leer todos los libros que él quería. Sin embargo, el conservar la voz, que con mucha facilidad se le enronquecía, podía también ser causa muy suficiente para que leyese callando y sólo para sí; en fin, cualquiera que fuese la intención con que aquel gran varón lo ejecutara, sería verdaderamente intención buena.”

San Agustín. Confesiones. Libro VI. Cap. 3. Madrid. Espasa-Calpe. 1973. P. 110.

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