Los discursos no salvan de la muerte.


     “Vivimos en un mundo posmoderno”, “es el fin de la historia”, “la Era de la posverdad”. ¿Quién no ha escuchado frases como éstas? ¿Quién no se ha visto envuelto en discusiones que giran en torno al relativismo?
         Hoy, el relativismo es un tema tan trillado que da nauseas. Pero creo que, por esta vez vale la pena luchar contra el vómito. Porque hoy, en tiempos de coronavirus, la realidad se impone nuevamente sobre las interpretaciones. ¿Cuál realidad? La realidad de la cuarentena, del paro económico, del virus, y la muerte. Como tantas otras veces, la amenaza concreta y palpable hizo caducar repentinamente todos los discursos de los defensores de posverdades. Al final, los hechos siempre se imponen. Y cuando lo hacen, nos refriegan en la cara la única e irrefutable verdad: la realidad.
         Y es la realidad la que nos recuerda siempre que los discursos y las interpretaciones poco sirven a la hora de enfrentarse con los hechos. A esta altura, nadie está muy interesado en cuestiones que hasta hace unos meses ocupaban para bien o para mal el centro de nuestras vidas. Nos sentimos superados por esa realidad que se nos revela como lo único cierto en nuestro horizonte. Y es que de tanto relativismo y de tanto discurso nos desacostumbramos a convivir con ella, y hoy no sabemos cómo tratarla. ¿Qué hacer? ¿Debemos aceptarla sin más? ¿O quizá deberíamos negarla? No resultaría extraño que haya quienes habituados aun a vivir de relatos consideren esta última alternativa como la opción más acertada.
         ¿Por qué dejamos que nos pasara esto? El relativismo caló tan hondo en nuestras mentes que en vez de luchar contra las injusticias hemos preferido reclamar como niños caprichosos cada vez que las cosas no se adecuaban a nuestros deseos. Y no nos dimos cuenta o no quisimos que con discursos no se combate ningún virus.
         Et cognoscetis Veritatem et Veritas liberabit vos repetían algunos pocos. Pero eran fanáticos. Gentes de pensamiento cerrado. Y nadie los escuchó, porque escucharlos equivalía a seguirles el juego en su oscurantismo. Y en nombre de la ideología y de sus malditos prejuicios, nadie quiso admitir que aquellas palabras tenían razón.
         Si la verdad nos hace libres, eso significa que sin verdad hay esclavitud. Al negar la existencia de la realidad como un hecho objetivo y externo al hombre, el relativismo intentó convencernos de que la verdad es pura contingencia sujeta a la historia y a los cambiantes puntos de vista. Y así Verdad, pasó a escribirse en plural y con minúscula.
         Pero hoy volvemos a preguntarnos si esas verdades, que valen siempre en relación a otra cosa (de ahí que sean relativas), sirven de algo más que como justificación de los poderosos u opiáceo de los oprimidos.
         El relativismo ha demostrado que no sirve. No nos sirve a quienes lo padecemos. Cuando la realidad vuelve a reinar y espabilamos, nos horrorizamos al despertar dentro de la pesadilla. Y entonces comprobamos con dolor que los discursos no salvan de la muerte.

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